viernes, 1 de septiembre de 2017

¿Qué es jugar bien?

Cargo un prejuicio conmigo: no me generan credibilidad los periodistas deportivos gordos. Esos que no tienen ninguna contextura atlética. Los que no han sudado el alma, los que no se han parado en la inmensidad de un campo de fútbol, los que no han practicado un deporte con disciplina, los que no han jugado en equipo y han tenido que apagar el incendio que dejan sus compañeros, los que no han tenido que pedir el cambio porque los calambres de aficionado no los dejan caminar. Esos periodistas que no han tenido el placer de realizar alguna de esas gestas y brincaron de la facultad al micrófono, no se merecen la superioridad moral que realmente se requiere para ser periodistas deportivos, porque pueden opinar, sí; pero para hacerlo sobre algo tan absolutamente subjetivo como el deporte, se necesita un mínimo de experiencia en primera persona que no ofrecen las horas en cabina, ni el número de columnas escritas. Podrán haber cubierto 10 mundiales, pero si no se han puesto los cortos, su opinión no tiene credibilidad porque no saben lo que es la competencia.

Al terminar la fecha 15 de las eliminatorias al mundial de Rusia, la Selección Colombia ocupa la segunda posición. Arriba sólo está la inmarcesible Brasil: abajo, no muy lejos, estan Uruguay, Chile y Argentina que usualmente veíamos encima; y más atrás, Perú y Paraguay que se conectaron en la disputa; todos atrás de Colombia, y sin embargo, en el periodismo deportivo nacional reina la visión histérica que raya con una especie de pararealidad. Que estamos eliminados. Que cómo no le ganamos al último de la tabla. Que comprometimos la clasificación al mundial, y sobre todo esta: que no jugamos bien.

¿Y qué es jugar bien? la pregunta es una red de anzuelos porque para mi jugar bien, no necesariamente depende del resultado: se puede ganar 5-0 y no haber jugado bien. Se puede perder 5-0 y no necesariamente haber jugado mal. Es cierto, Colombia empató 0-0 con Venezuela. Es cierto, es el último de la tabla. Todo eso es cierto, pero a mi me sigue pareciendo que Colombia no juega mal y no jugó mal. Sostuvo el arco en cero, jugó de visitante en una cancha digna del torneo del Olaya Copa Amistad del Sur, la mayoría de nuestros jugadores se cargaron encima un viacrucis de Barranquilla a Cucuta y por tierra cruzar la frontera hasta el estadio Pueblo Nuevo, sin sumar las 10 y 12 horas que recorren en un avión con los músculos todavía tensionados por el último partido jugado en sus clubes y el jet-lag al hombro 72 horas antes del partido: sumamos un punto más hacia Rusia, seguimos segundos y la mesa está servida. No son excusas, son explicaciones que se suman a la razón de un resultado, pero realmente la más importante es que el rival también juega.

Comenzaba por la credibilidad de los periodistas gordos, porque esos generalmente son los más radicales en sus conceptos. Ellos ignoran una realidad elocuente y es que en las eliminatorias de Suramérica todos los equipos son competitivos, no me atrevo si quiera a excluir a Bolivia, que con gallardía casi nos saca el cero en Barranquilla, como lo hizo en Santiago contra Chile. Todos los equipos se juegan algo, y todos van a muerte contra el que se pare en frente. Por eso sólo hay dos eliminados matemáticamente faltando sólo 3 fechas para terminar la eliminatoria y por eso cualquiera puede ganarle a cualquiera, incluido Venezuela. Y sin embargo, Colombia compite y compite bien.

Eso para mi, es jugar bien: competir, o ser competitivo. Ser un rival duro, no bajar los brazos. Correr, meter, morder y sudar. Disputar las pelotas, reventar las que van al arco, tirar una pared y quedar frente al arco. Puedo decir que sólo dos veces en esta eliminatoria hemos jugado mal: contra Argentina y Uruguay de visitantes, donde francamente nos metieron la mano y no competimos, nos desmoronamos cagados del susto ante el rival y sus hinchadas. Hemos podido jugar mejor, sin duda. Hemos podido jugar más lindo, siempre se puede. Pero en el fútbol que es la cosa más importante de las menos importantes, la estética es un adorno y los resultados son lo único que alimenta. Títulos, objetivos, victorias y goles.

Esos periodistas gordos ignoran que en frente se para un rival que también se quiere comer la cancha, venden fatalidades e hipérboles a sus lectores. Esos periodistas que nunca han alzado un trofeo de 10 cms en oro golfy, siguen diciendo que tal o cual equipo debería ganar por historia. La historia es el hijo bastardo del fútbol porque no juega partidos, se queda en los libros. El Ajax que supo dominar Europa en una época no lejana, no disputa mayor cosa últimamente. Pregúntenle al AC Milan, al Nottingham Forest, o al América de Cali, si su historia le sirve para alimentar en algo su presente. Esos periodistas todavía creen que jugar de visitante es un salvoconducto por si se pierde el partido, como si los hinchas jugaran. Lo repiten y se lo creen.

Colombia está un punto más cerca de Rusia y el martes enfrenta a Brasil, a quien perfectamente le podemos ganar porque esta Colombia de Pekerman sabe competir, porque Brasil lleva 9 de 9 desde que la dirige Tite, porque los records están para romperse, porque Barranquilla va a hervir, porque tenemos una banda que mete miedo y porque este Brasil es de cagarse en los pantalones.

A Gabriel Meluk, Carlos Antonio Velez, Ivan Mejía, y especialmente el calvo Bermúdez. A esos periodistas histriónicos que son un libreto sin autenticidad, que no han pateado el último penalty, que no saben lo que es ponerse unas canilleras, que no han hecho un relevo al medio que se quedó sin aire, les digo que el martes Colombia va a jugar bien otra vez, tal vez no lindo, tal vez si, pero va a jugar bien porque sabe competir, porque esta Colombia juega bien.

No se si vamos a ganar, solo sé que entre más bravo el toro, mejor es la corrida.







lunes, 3 de octubre de 2016

Anatomía de una reflexión


No eran todavía las 6 de la tarde cuando el escrutinio ya iba por el 70% y por primera vez decían que el "NO" tenía una leve ventaja de 30 mil votos sobre el "SI". El boletín anterior, 10 minutos antes, indicaba que el "SI" apenas tenía una ventaja del 1% que me generó mucha desesperanza, porque la decisión del Presidente de darle legitimidad democrática a los acuerdos con las FARC a través del plebiscito tendría sentido sólo con una mayoría aplastante. La mayoría simple, la mayoría por 60 mil votos a favor de los que preferíamos el "SI" no habría alcanzado a ser si quiera un premio de consolación. Habría una refrendación de los acuerdos desmoralizante que se tendría que hacer cargo responsablemente de tantos inconformes. 

A mi entender, en ese grupo de inconformes caben de todos los tipos y los colores: hay inconformes por ignorancia supina. No son pocos. Otros, lo son porque su misión en la vida es hacer eco de lo que otros dicen y hacen. Vociferan de oficio, gritan por hábito y cumplieron con su labor. Pero no todos pertenecen a la misma especie. Votaron "NO" personas informadas, serias, cultas, incluso optimistas. Votaron "NO" también los que aprovecharon para desaprobar al Gobierno aunque no creo que fuera el espacio correcto para hacerlo. Votaron "NO" personas que quiero. El gran error, de mi parte, de parte del Gobierno, de parte de muchos de los que votamos "SI",  fue estereotipar a los que votaban "NO", banalizarlos, no incluirlos en el diálogo.

Con el paso del tiempo y siendo un hecho la victoria del "NO" pasé de la desesperanza hacia otra sensación más compleja. La reflexión sobre lo que pasó en el país me llevó a pensar que lo que sucedió no es tan grave como lo ven otros, como lo ví inicialmente. Creo que la resaca tan aguda se explica por ese júbilo desmedido que nos caracteriza como cultura. Tanto entretenimiento y espectáculo al rededor de la firma del acuerdo me dio mal sabor de boca. No parecía prudente hacer semejante fiesta una semana antes de la refrendación, qué a propósito, ya era la tercera celebración en torno al mismo evento. Y no porque no fuera motivo de fiesta, sino porque el evento en Cartagena ya parecía un exceso de mercadotecnia para hacer a los votantes un consumidor de ilusiones, sumisos ante la cultura mainstream de embriaguez desmedida, cuando apenas estabamos poniendo el primer ladrillo de un plan de trabajo complejo y extenso.

Siguieron pasando los minutos y por las discusiones entre amigos y las publicaciones que leí en facebook y en twitter, entendí que es el momento de aprender las lecciones que nos deja este episodio crítico de la historia del país. Vienen enormes retos y trabajo de cara a la discusión de los nuevos acuerdos y su implementación para lograr la paz como concepción universal y no como reducción de un objeto de mercadeo. Vienen transformaciones muy profundas como para armar fiesta al son de conciertos. Las lecciones nos enseñan que celebramos antes de tiempo. Nos enseñan que hay una voluntad universal de paz, que tiene a los cuatro bandos, las FARC, el Gobierno, la comunidad internacional y la oposición hablando el mismo lenguaje. Nos enseñan que es entre todos o no vale.    

Se debe aprender a avanzar sin soberbia. Los que votamos "SI" perdimos el rumbo al hablar con esa superioridad moral tan odiosa para generar consensos. Los acuerdos de paz con las FARC los deben suscribir las dos mitades de esta Colombia dividida, o una mayoría significativa, cuando menos. Se debe aprender que bajo ningún contexto tendríamos una paz "estable y duradera" suscribiendo acuerdos a espaldas del otro país que está inconforme.

En adelante, a los que votamos "SÍ" nos corresponde tener coherencia con el discurso que pregonamos, para no actuar más con esa arrogancia de la corrección política o del podio moral en el que creemos estar parados trivializando a los del "NO", sus opiniones y sus desencuentros. En adelante, a los que votaron "NO" y sus líderes, que tienen en manos un triunfo muy significativo en términos políticos, les corresponde administrarlo responsablemente, ejerciendo un liderazgo proactivo y buscando puntos de encuentro razonables para lograr un nuevo acuerdo de paz vinculante para toda la sociedad en el que quedemos satisfechos todos o la gran mayoría. La verdadera gran mayoría.

Se viene el gran reto de construir sobre lo construido sin caer en el reloj biológico de las FARC, que es tan anacrónico, donde el tiempo es un aspecto tan irrelevante. Seguramente se harán cambios  sustanciales a lo ya acordado, pero es muy importante lograrlos pronto. Todos los sectores han dado declaraciones constructivas. Nadie ha salido a vender pánico. Esta vez hay que armar el rompecabezas bien.

Por último, me siento orgulloso de la democracia del país, donde gana la oposición sin derroches publicitarios, con medios limitados. Me enorgullece que no haya fraudes electorales. Me enorgullece que los resultados se escrutan en menos de 1 hora. Me enorgullece que el Presidente a la cabeza del Gobierno acate la voluntad del pueblo. Me enorgullecen estas muestras inequívocas de que la institucionalidad del país está vigente y tomamos distancia de la experiencia de otros vecinos. Espero que también sirva la reflexión para que la oposición deje de capitalizar el castro-chavismo y el discurso del miedo.


P.D. ¿Y la comunidad internacional? Hay que cargar con el oso y la vergüenza. Pero como en los divorcios, sólo la pareja sabe las razones de la intimidad que llevaron a la separación. Para los chismes, el tabloide. Para el análisis, los medios serios.

miércoles, 13 de julio de 2016

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Carola, farola, molcajete, carete, panderete, cacahuete.

Caro, my friend. Yo sé y tu lo sabes también. Vengo aplazando en el tiempo una manifestación, pero quiero comenzar aclarando que no es ni por vergüenza ni por cobardía. También le podría echar la culpa al tiempo, pero la verdad es que he tenido tiempo, al menos para pensarte. Para pensarlos, a ti, a Mauro y a Mateo. No es falta de tiempo. Tiempo he tenido para pensarlos, también tendría para escribirte, para escribirles. El problema ha sido más bien organizar las ideas y saber qué decir en estos casos tan complejos. Y viendo en retrospectiva, las amistades van perdurando en el tiempo y además de los abrazos, los buenos deseos y esas cosas, uno se va haciendo viejo junto con sus amistades y pasa de hablar banalidades a desear pésames por cosas que pasan, como pasó cuando tu abuela se fue. ¿Y ahora? y ahora pues esto que está pasando a Mateo, y también a ustedes.

¿Pero sabes de qué me di cuenta? Me di cuenta, cuando por fin me decidí a ordenar los pensamientos y a no dejar llevarme por la corriente del sentimiento más primero, del fusilamiento de decir lo primero que se me viene a la cabeza, me di cuenta que no debía comenzar diciendo que lo siento mucho, que la vida es así y que ánimo y para adelante. No debía comenzar diciendo esas cosas, como tampoco debía decirlas. Es que no hace falta enunciarlas por que ya habrás oído demasiados consejos místicos y consuelos sonsos sobre el más allá, que el mío, desde mi escasa sabiduría sobre el oficio de ser papá, tendría muy poco valor.

Es decir. Consejos no te puedo dar por que no tengo experiencia en nada de lo que estás viviendo. Pero te puedo decir que te he sentido, que te he pensado y te he admirado en este par de meses. A tí y a tu familia. Te he leído en silencio. Le he pedido a mari que me cuente de Mateo. De como combate y se bate. De cómo no se deja. He visto como pedalea y cuando los caprichos de esta vida incomprensible le quieren arrebatar un logro, él vuelve y se las arregla. Y su mamá, ahí. Pendiente y al lado como si fuera su sombra. Por instinto, no por esfuerzo, sino por hábito biológico de ser mamá y de ser la persona que eres. Y yo que nada te he dicho por que tengo una boca, dos ojos y dos oídos, he tratado de poner atención a lo que pasa antes de sentarme a hablar. Y te he observado y he visto fotos de tu chiquitin con la cabeza trasquilada soportando pruebas como si fuera un viejo pirata con las patas de palo conquistando anécdotas y cazando experiencias con apenas meses de vida, como quien caza mariposas con una atarraya. Y lo que he visto es que el bueno de Mateo, en eso, nos va sacando una tremenda ventaja a los mortales, porque el buenazo que has parido ya puede presumir de sus dotes, y la enfermedad con todas las ventajas arbitrarias con que cuenta, nada que gana, nada que le gana, nada que te gana. Pierde cada vez que Mateo conquista un nuevo minuto de vida, un nuevo día de luz.

Algo muy grande estás aprendiendo. Lo que no podrás entender todavía es la perspectiva de las cosas y el big picture del asunto. Hoy que todo parece tan confuso y desolador eres sólo un megapixel en una infinidad que se pierde, como un punto en un lienzo. Pero Caro. Calma. Ya verás que las cosas irán adquiriendo forma y en la medida en que te desdoblas y te alejas de la lupa que te concentra en esa baldosa que hoy eres, vas a poder entender el mosaico, la Gioconda, la escena completa, el gran formato que es la vida. Claro que has sido tan genuinamente fuerte, madura y compasiva que no me extrañaría que ya tuvieras en el almacén un montón de conclusiones y experiencias a raíz de todo esto que está sucediendo, pero si no es así y nada de esto parece tener sentido, calma, calma amiga que el tiempo nos dará la razón.

De vuelta al tercio: Caro. Mi Caro adorada. Mi admiración está contigo y con tu familia. Mis pensamientos también. Mis ganas de abrazarte con fuerza para que sepas que tu batalla es mía, y me enternecen las buenas noticias, y me derrumbo cuando a la historia le sale un nuevo nudo. Como me derrumba oirte hablar sin aliento, cuando te expresas con cansancio. No lo hagas. No bajes los brazos ni sueltes la guardia. Sigue ahí al acecho que en algún momento viene la pelota justa para hacerle swing. Eres muy fuerte, y estás saliendo más fuerte de esta situación. Injusto o no, la vida no nos manda pruebas que no podamos soportar. Está a tu alcance salir adelante cualquiera que sea el outcome. Y no me preguntes qué pienso del outcome por que me he vuelto optimista por afición, así que me jugaría la lotería por el tipejo que es Mateo, por lo que vales tu. Por el molde del que saliste en esta prueba de vida. La lotería y la argolla de matrimonio. Me juego el pellejo querida.

No serán consejos, y podrán no ser alientos. Pero esto que te digo es la manifestación más pura que encontré. Para desearte ánimo, para profesarte admiración. Para decirte que siento orgullo de ti, de tu chiquitolín. Cumplo con el deber de expresarme y no guardarme carito. Estamos aprendiendo todos los días de este placer de estar vivos, con todos sus horribles riesgos. Sigue ahí con la cabeza arriba, verraquita y valiente. Carola mía.

Te quiero, te admiro y te deseo que ese espíritu de acero no te deje de acompañar.

Alejo


martes, 28 de junio de 2016

Más respeto por los ídolos

Finalmente llegó el día en el que Messi dijo basta y renunció a la selección argentina de fútbol. La conmoción que dejó la noticia se puede comparar tranquilamente con el cubrimiento mediático que se desplegó el jueves pasado cuando el Reino Unido votó por otra renuncia, la de pertenecer a la Unión Europea. El despliegue de cables de prensa, columnas de opinión, y comentarios aficionados, en ambos casos es semejante, aun cuando distan mucho en características y relevancia. Sin embargo, el fútbol, como decía Jorge Valdano, "la más importante de las cosas menos importantes de la vida" se hace sentir con sus enseñanzas cada tanto, porque es un termómetro de lo que somos como sociedad, no es más, no es menos. Un espejo de la humanidad, y al fin Messí renunció.

La actitud de Messi deja un sabor amargo en la boca, seguramente porque como sociedad, demandamos siempre un poco más de los héroes: que no se rindan, que fracasen más, que se paren y vuelvan a pedalear, que tengan temple y contagien de carácter a sus compañeros de equipo, que superen las adversidades y logren sus objetivos. Todo eso es cierto. Pero para mi Messi, al margen de cualquier discusión sobre si es el líder que se merece la selección o no, no es otra cosa que un superdotado que nació con un talento astronómico para jugar al fútbol, pero que no deja de ser humano. Y hoy siento que Messi, se ha bajado del olimpo, para demostrar que la condición humana también hace sensible a las personas, vulnerables, tímidas, introvertidas, temerosas y no se debe ir más allá de eso. Tal vez la opinión pública fantasea con figuras irrompibles que no existen. Tal vez Messi es un líder por resignación, no por convicción, no por elección propia.
 
Y aunque la actitud de Messi deja muchas reflexiones sobre lo que somos como sociedad, y al cabo, no deja de ser un problema foráneo lejano a los conflictos de este país en el que nací y que poco o nada ha ganado en el fútbol, me preocupa lo cerca que está situación de nuestra realidad, futbolística y social, de lo que Colombia como sociedad exige y exprime de esos pocos talentosos que cada tanto nacen, se logran destacar a pesar de que optan por el fútbol como alternativa para escapar al hambre y no como profesión, y aún así, hoy son dignos profesionales capaces de hablar otra lengua apenas con un bachillerato encima, que no salen a despilfarrar las fortunas que reciben por jugar al fútbol, por entretener a millones.

Acá no estamos muy lejos hacia el maltrato a nuestros héroes. Por un lado, hay un sector del periodismo que quiere brillar y para no decir lo obvio, atrapados por sus complejos de autoestima terminan por autodestruir el mejor patrimonio futbolístico que ha dado esta generación apoteósica de futbolistas que dignamente nos representan en donde quiera que juguemos, porque hoy Colombia podrá no ganar nada, pero compite, y compite bien. Y después de la sobresaturación de noticias irrelevantes sobre la vida personal de los futbolistas, sigue el paredón, y entonces a demoler lo conseguido porque nunca es suficiente: a James, palo por tartamudo, porque le pega solo con la izquierda, porque se pone rojo, porque frustrado por la derrota se quitó la medalla, porque le gusta el reggaeton. Y asi se ha repetido el ciclo, pasó con Falcao, pasa con Cuadrado, pasó con Stefan Medina, pasará con Arias. No solo es la prensa. Es mas grave porque también maltrata la propia afición. La irreverencia de la gente sumada al anonimato amplificador de las redes sociales hacen que miles entre millones opinen irresponsabilidades sin sentido, suficientes para hartar a nuestros ídolos, de carne y hueso, que como en Argentina, que como Messi, humanos, se frustran, se cansan y se deciden por disfrutar lo que saben hacer en paz, para que nadie opine nimiedades sobre ellos, para que nadie los juzgue. Para que nadie se sienta con el legítimo derecho de destruirlos porque son "figuras públicas" y bien merecido lo tienen. No se olvide que nuestros futbolistas, en su gran mayoría son personas que se hicieron adultas de forma precoz y ninguno tiene más de 30 años.
 
Y aunque la reciente eliminación de Colombia en la Copa América a manos del campeón enfureció a muchos, unos olvidan que lo más hermoso del deporte es la posibilidad latente que hay de perder, de que el rival gane en franca lid, que sea mejor, que juegue mejor, que gane con la ayuda del arbitro, que un mal rebote de justo en los pies del contrario y haga un gol, o que en pleno partido caiga una tormenta durante dos horas que enfríe el ímpetu con el que tenía arrinconado al rival. Por todas esas cosas, en el fútbol ganar cuesta tanto y sin embargo, perder cuesta poco. Es que al fin y al cabo, el fútbol es sólo un deporte. 

El fútbol, la más importante de las cosas menos importantes de la vida, nos deja como lección que a nuestros ídolos, esos que nos acostumbramos a no ver nacer casi nunca, esos que nos han dado la posibilidad de figurar en un podio, de pertenecer a una elite a la que nunca pertenecimos, hay que cuidarlos, hay que disfrutarlos, hay que dejar que sean como son y no como nos gustaría que fueran. 

miércoles, 20 de abril de 2016

Nada es igual


El 24 de abril se cumplen 5 años desde que te fuiste. Nada es igual desde entonces, nada sabe a lo mismo, ni un mango con limón y sal, ni bajar las ventanas en carretera para oler el perfume de la tierra caliente, ni conocer algún otro lugar mundo, ni las cosas que compartíamos, ni triunfar, ni fracasar. Todo se hace tan relativo.

Tal parece que nada es igual porque no me he podido acostumbrar a vivir en un mundo donde sólo lo empírico, sólo lo que es palpable por los sentidos asegura la existencia de las cosas, y sin embargo, todos los días intento recordarme que ahí estás. Que eres el aire, la lluvia, mi sonrisa y mis defectos. La sombra que me acompaña. Un puño a la pared. La mujer de mi vida.

Mientras perfecciono alguna forma para poder comunicarme contigo, me atormenta la curiosidad de saber si estarías orgulloso de mi. Sólo espero saberlo algún día, viejo de mi alma. Espérame que ya te volveré a ver para comernos un mango con limón y sal y echarnos a reir un rato.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Taxis de lujo, ¿Para qué?

Ante la enorme expectativa generada desde hace meses por la necesidad que existía de expedir una norma que regulara las zonas grises en que se venía prestando el servicio de Über en contraposición con los intereses del gremio de los taxis, el Gobierno Nacional decepcionó de forma rimbombante los intereses de la ciudadanía. Al parecer, nadie le advirtió al Ministerio de Transporte que en medio de la absurda pugna surgida entre los medios tradicionales de transporte y los emprendimientos que emplean la tecnología para mitigar las enormes deficiencias que existen en cuanto al transporte público en Colombia, el usuario era el principal eje sobre el cual debía centrarse la regulación. 

El Ministerio de Transporte, de nuevo estuvo a la altura de su comprobada e histórica incompetencia al expedir un decreto que desde su título, dejó entrever que en nada aporta a la discusión surgida y que se suma al prontuario de aportes con los que esta cartera ha contribuido a la falta de competitividad del país: el déficit en la construcción de vías, túneles, puertos; laxitud en los requisitos para la expedición de licencias de conducción; la imposición de trámites, normas irracionales; y cualquier cantidad de vacíos incomprensibles en materia de transporte, por mencionar solo algunos

La ciudadanía debía ser el principal beneficiario de la reglamentación, no el gremio de los taxistas, ni Über, ni cualquier otro emprendimiento tecnológico que eventualmente aterrice al país. Las carencias sistemáticas que se vienen presentando en la prestación del servicio público de taxis, son justamente los puntos fuertes que brinda el servicio de Über, y ese debió ser el punto de partida de la norma: tomar las cosas buenas de cada sistema. Sin embargo, la solución al conflicto según el Decreto está en fijar un segmento de transporte de lujo caracterizado, en palabras de la Ministra Tatiana Abello, por la comodidad del usuario, la accesibilidad al servicio, la seguridad tanto de los vehículos como de los usuarios y el criterio de calidad del servicio”.

O sea que el deber ser de un servicio de transporte digno, el sentido común, y el mínimo lógico de las cosas, a partir de la entrada en vigor del decreto estará al alcance sólo de quienes pueden acceder a un “servicio de lujo” ¿Y los que no tienen? Pues ahí quedan a su servicio los otros 500 mil taxis comunes que no están obligados a ofrecer calidad, comodidad, atención eficiente, oportuna y segura; pueden seguir midiendo la tarifa con taxímetros rudimentarios normalmente manipulados; no tienen que instalar GPS para ubicar su posición, pueden cobrar la tarifa en efectivo con la amenaza de no tener cambio; pueden negarle el servicio y movilizar al usuario sólo si va hacia donde el conductor se dirige, etc., todo porque en este país, lo elemental, lo apenas básico, ciertamente es un lujo al que sólo tiene acceso quien puede pagarlo.

Pero se pone aún peor: mediante el decreto, el Ministerio prolonga el obsoleto sistema de cupos, ahora para los taxis de lujo. Está vetusta idea, inspira lo poco de legítimo que tiene el reclamo que hace el gremio de los taxistas en contra de Über, pues tuvieron que pagar entre 50 y 100 millones de pesos (según la ciudad) para poner a circular un taxi, mientras que con Über, un particular puede transportar en su carro a cualquier persona, por una tarifa ligeramente mayor sin haber pagado un solo peso por el cupo. El decreto, que se jacta de ser la solución a los problemas, deja abierta la posibilidad de que se cree otra mafia respecto a la concesión de cupos, sujeto al criterio del dirigente de turno. Se cierra la democratización de los servicios, estanca el libre mercado, y coarta la oferta y la demanda.

Otras borricadas que se inventaron con el decreto y que van a traer más burocracia y corrupción al sistema son las tales capacitaciones a los conductores; la potestad del Ministerio de fijar condiciones de ingreso de vehículos al servicio de lujo (pueden denegarlo), e incluso, la creación de un mecanismo de control de calidad y seguridad de los vehículos y sus conductores, de nuevo, en cabeza del Ministerio, lo que francamente podrían evaluar los propios usuarios en tiempo real, sin costo y sin mediación de burocracia, como sucede con casi todas las plataformas tecnológicas hoy en día.  

Me atrevo a pensar que este decreto es otra conquista del sobrepoblado universo de abogados en el que vivimos, que usualmente redactan normas de contenido técnico sin tener la más microscópica idea de la materia que están reglamentando, y menos aún, de la importancia que esto implica. Esta vez, el Gobierno le entrega a los ciudadanos una surreal oda a la incompetencia e ineptitud: al problema se le da una solución, a la solución se le tiene un problema, y al caos vehicular, como sucede esta vez, se suma un nuevo segmento de transporte que nadie, absolutamente nadie, estaba pidiendo.

Prefiero creer que la ignorancia supina con que ha actuado la Ministra de Transporte es producto de su incompetencia o ingenuidad, y no un guiño al gremio que desde siempre ha sabido poner de rodillas al Estado cuando se tocan sus intereses. Aunque honestamente, es tan inoperante, tan manifiestamente mezquino el decreto, que hasta Uldarico Peña habría hecho algo más sensato de cara al problema.










lunes, 8 de septiembre de 2014

Homenaje a los huesos fuertes

Soundtrack

Si hago bien las cuentas, tan solo a los 4 años mi padre ya recibía su primera cirugía de corazón abierto. Entiendo que un problema congénito en la formación de las válvulas de su corazón lo hicieron un niño menudito. Su estatura era media pero los brazos eran flacos y raquíticos. En verdad siempre me dio curiosidad su figura de muñeco de trapo, en comparación con las protuberantes barrigas de los papás de mis amigos que podían presumir de globos terráqueos que se suspendían en sus vientres, arropados bajo césped de vello. Esa figura de machote era la silueta genérica que cuando niño, mi cerebro proyectaba sobre la imagen que usualmente tenía un papá: una especie de tipo robusto, de brazos grandotes, bigote espeso y la cabellera tupida. En cambio el mío, mi padre adorado, siempre fue una figurita liviana de brazos largos, joroba en el espinazo y con la cabeza pelada rodeada de una coronita de canas. Supongo que mi papá siempre fue un tipejo exiguo entre sus compañeros. Supe de sus huesos frágiles. Supe que le gustaba el deporte pero por el soplo al corazón nunca tuvo resistencia para practicar con disciplina, para correr después de romper un vidrio, para maliciar con gallardía, para batirse a puños sin ortodoxia en una riña de suburbio, para abrazar vanidoso a una mujer con ese garbo con que actuamos los hombres en la adolescencia. Papá entonces se dedicó a profesar artes intelectuales. Fue docto, cultivó la curiosidad, devoró lecturas y fumó cigarrillos, mientras los compañeros del barrio sudaban, se rodeaban de animales y olían a estiércol al llegar a casa. A decir verdad, a pesar de la figura de pro hombre y la admiración que me generó mi padre durante toda la vida, nada de esto se debía a su contextura física. Siempre fue por su cerebro y por su forma tan natural de ver las cosas, por su sentido común agudo. A papá siempre le pedí consejos, pero nunca lo usé para acusar a los agitadores ni a mis propios fantasmas.

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Jesús Antonio cruzó la calle con rumbo hacia la cigarrería. Iba a aprovisionarse de 2 bolsas de leche entera, de la misma marca que durante toda su vida había comprado, y una docena de huevos. Cada 10 días la santa rutina se repetía. Como una devoción parasitaria. Los pantalones desajustados por si la panza se le inflaba, los zapatos bien embolados, la camisa con los puños y el cuello apretado, haga o no haga ese calor primaveral que de repente azota a Medellín. Bajar los cuatro pisos del viejo edificio donde vive y cruzar una cuadra hacia el sur, una sola cuadra hacia el sur, para comprar en su devoción, en su rutina de viejo, dos bolsas de leche y una docena de huevos. No tres bolsas de leche y dos docenas. No. Dos bolsas de leche y una docena de huevos, ni más ni menos. Valgan lo que valgan. Lunes o martes. Pasarán diez días y Jesús Antonio irá, de vuelta al depósito para juntar el arsenal.

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Cuando logré sacudirme del hediondo sabor de la adolescencia problemática y pasé de ser un muchacho calavera repleto de problemas de incomprensión social, para comenzar a actuar más parecido a un tipo común dispuesto a hacer las tareas y avisarle a sus papás cuando salía de casa y a qué horas llegaba, comprendí que mi papá, a pesar de toda su genialidad, no me iba a durar toda la vida. Incluso, comprendí que me iba a durar menos que lo que le duraría su papá a cualquier otro de mis amigos, a cualquier otro de mis conocidos.

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El pasado viernes, el fatídico veredicto de su propia rutina, de su bendita rutina, condujo a Jesús Antonio a hacer lo mismo que hace cada diez días cuando se acaban los huevos y la leche, como lo ordena la costumbre. Como pasa con los que cagan a las 8 de la mañana. Como pasa con los que se cortan las uñas de los pies el primero de cada mes. Sea el día que sea. El pasado viernes, pasaron diez días desde la última vez, así que Jesús Antonio salió del viejo edificio, bajó cuatro pisos, puso un pie sobre la acera, y caminando cada vez más lento, pero erguido y airoso, cruzó la calle 47 del barrio estadio y en la cigarrería de la esquina se aprovisionó de su bencina, de su combustible, del sacro misterio que confiesa, cada vez que algún desconocido le pregunta cómo le hace para mantenerse tan vital: huevos y leche. Leche para disolver dos pastillas de chocolate. Huevos para revolver e intercalar con bocados de una arepa que él mismo sabrá cocinarse, al desayuno y a la cena. A las siete de la mañana y a las seis de la tarde respectivamente.

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El próximo veinticuatro de abril, papá habrá cumplido cuatro años desde que murió. Aquella vez me vi envuelto en un manojo de extrañas circunstancias que me llevaron a enterrar a mi padre adorado en Cartagena, una ciudad a la que no le tengo cariño, ni el más mínimo arraigo, o incluso una remota tía política de donde generar un vínculo, distinto a su muerte. En verdad Cartagena nunca terminó de agradarme. Para mi, Cartagena es como una señora bravucona y altanera, absolutamente desconocida, de esas que se pinta los labios de rojo intenso, escarlata. Una muralla infranqueable. Para mi, Cartagena es esa señora que habla bulliciosa, con un timbre de voz insoportable, pero de esas que a pesar de que son una patada en el culo, un suplicio, una visita al dentista, Cartagena es una señora hermosa, madura, que vive en una casa lujosa, antigua y exuberante. Para mi, la ciudad en la que enterré a mi padre es la envidia de las nobles damas, de las que presumen y de las que babean codicia sin humildad. Ahí me despedí de mi padre. También lo cremaron ahí, en Cartagena. Cuando nos entregaron a mi hermano y a mi los restos en una cajita de roble oscuro, logramos contar con una misa humilde, improvisada y casi en ascuas, pudimos darle un último adiós. Contrario a la soberbia y al tamaño de su grandeza, mi papá se fue como siempre lo quiso: en un modesto silencio, rodeado únicamente del exclusivo círculo de sus afectos, sin despedidas arrogantes, sin noches de gala, sin homenajes ni comparsas. Se fue como lo que fue: menudo y liviano. Sencillo como siempre.

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Jesús Antonio se disponía a cruzar la calle mirando con especial cuidado sus pasos, la acera que bajaba y la acera del frente. Clavó con atención su mirada al costado del que provenían los carros para asegurarse dar marcha segura a su destino. Huevos y leche bajo el brazo, fue a dar el primer paso cuando sintió un frío que retumbó desde el núcleo de su fémur y subió como un ventarrón por los nervios hasta la parte de atrás de sus ojos. Se cerraron las cortinas, se encegueció todo a su alrededor. Jesús Antonio sintió como se caía su preciada mercancía al piso, en cámara lenta, al tiempo que se mecía su cuerpo desplomándose hacia el suelo, perdiendo cualquier noción sobre lo que era el equilibrio. Primero estallaron algunos de los huevos que venían aprisionados entre la caja; luego rebotaron contra el pavimento las dos bolsas de leche que llevaba en la mano izquierda; y luego su cúbito derecho se fraccionó en pedazos, desplazándose del lugar anatómico dónde debía estar. El brazo se deformó cediendo a la hinchazón y una necrosis pintó el color pálido de sus muñecas anchas.

Un taxi avanzaba a toda velocidad en reversa, en contravía. El tipo que lo manejaba intentaba retornar por la calle que atravesaba Jesús Antonio los suficientes metros para hacer un giro a la derecha que había olvidado dar. No se percató de que del andén se bajaba mi abuelo, Jesús Antonio Mejía, dispuesto a cruzar la calle como lo hacía cada diez días cuando tenía que aprovisionarse de dos bolsas de leche y una docena de huevos.

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Las cenizas de mi padre las separamos en tres bolsas distintas. Un puñado de ellas lo utilizamos para sembrar un árbol en el jardín del edificio donde vivíamos mi hermano mi mamá y yo. Otro manojo fue a parar en un recipiente que guarda con orgullo mi tío en su finca. Del último pucho, prometimos hasta el sacio enterrarlo en una casa que papá construyó con su esposa, para que allí creciera un árbol de mango. Sería el más grande de todo el Carmen de Apicalá. Iba a dar frutos pródigos, mangos gigantes, mangos biches, mangos con sabor a limón y aguardiente como él se los habría querido tomar si no se lo hubiera llevado un enfisema pulmonar sin misericordia. Ese árbol iba a dar mangos ácidos, verdes por fuera y amarillo pálido por dentro. De ese árbol iban a caer los mangos más deliciosos que alguien jamás habría podido morder, pero nunca sembramos el árbol. Francamente,  no se dónde podrán estar ese puñado de restos de mi querido padre.

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Era obvio que mi abuelo no se había percatado de mirar si venían carros bajando por la calle en el sentido contrario al que deben circular. No lo habría hecho él, no lo habría hecho yo. No lo habría hecho nadie, por que eso simplemente no es sentido común, que en estas tierras, parece ser un mito o una leyenda de otros tiempos que nunca habitó aquí. El carro alcanzó a detenerse intempestivamente cuando ya había golpeado con furia la cintura de mi abuelo. Al chocar contra su cuerpo, la inercia del carro alcanzó a avanzar unos centímetros más, lo suficiente como aprisionar su pie entre el pavimento y la llanta trasera. El cuerpo de mi abuelo quedó anclado al piso mientras su cuerpo se derrumbaba cuadro por cuadro, se abalanzaba en su inmensidad hacia el fatídico destino que nos acompaña a los mortales: morir. Morir de un tajo, en un suspiro, o caminar toda una vida con la sentencia de muerte a cuestas. Da igual.
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Lo sorprendente del caso es que mi abuelo es un grueso y macizo hombre que nació hoy, hace exactamente noventa y cinco años, seis meses y veintinueve días. Fue atropellado el pasado viernes por un imbécil montado en un objeto capaz de desarrollar la inercia, la energía y la reacción física suficiente como para alterar el curso de la vida y simplemente decidir quien está en derecho de continuar viviendo o de detener el paso del tiempo sobre el mundo que conocemos. Aún así, con todo y la estolidez supina de los chimpancés que por estas tierras viajan a velocidades intergalácticas en reversa, mi abuelo, Jesús Antonio Mejía sigue en pie, con un brazo enyesado, y un morado en su pie izquierdo. Tiene 95 años, un poco menos del doble de los años que alcanzó a vivir mi padre y el suceso me tiene dando vueltas entre la simbología, la fe y otras contradicciones humanísticas que todavía no logro procesar.

Ante la fugaz imagen de mi padre que se desvanece con el tiempo, cuya forma humana se esfuma y pasa a transformarse en algo más parecido a lo divino, al rol que guía mis conductas, a la ambición por ser alguien mejor, me queda la celestial y humana forma de mi abuelo. Hecho carne, hueso y tiempo presente, así haya nacido el mismo año en que estalló la primera guerra mundial y pueda estar vivo y cuerdo para recordarlo. Recuerda eso, como recuerda las lecciones de francés que memorizó antes de que mataran a Jorge Eliecer Gaitán, o sea, antes de que se fundara las Fuerzas Armadas Revolucionaras de Colombia y otras mierdas de tenor semejante como el Frente Nacional, el Bogotazo, la guerra con Corea y el envío de tropas a Paraguay.                                                                               

Mi abuelo, es la representación carnal de esa sentencia mortal que reza que “uno está en este mundo hasta que Dios decide” o que “uno se muere el día que le toca morirse”, y otros consuelos entrañables, todos ciertos como un bolero. Mi abuelo es la fiel raíz de mi padre, su tronco y sus ramas. Mi abuelo es la longevidad que siempre deseé para la frágil salud y el cuerpo de muñeco de trapo de mi papá. Mi abuelo es la vida hecha disciplina. Mi abuelo es la constancia por la suerte con que se cuenta y la resignación a vivir con lo que se tiene. Mi abuelo es el olor a la colonia Roger & Gallet que perfuma las mañanas cuando amanecía en su cuarto. Mi abuelo es un homenaje a la abundancia de calcio. Un homenaje a los huesos fuertes.